El jueves pasado me topé con la grata sorpresa de que no tendría que hacer el examen final de uno de los cursos de la universidad; así que rápidamente tomé mi bolso y salí del aula con la esperanza de no volver hasta el próximo año. Ya fuera del edificio pensé en retomar las visitas al cine, que había dejado por las carreras de los cursos y el trabajo. Me subí a un taxi y le pedí que me llevara al Mall San Pedro, donde la oferta de cine es amplia y queda lo suficientemente cerca de mi casa para no tener problemas al regreso.
Como se trataba de una visita al cine sin planificar, no tenía muy claro la película que elegiría; así que lo dejé a la suerte y el número 8 fue el favorecido. En la sala 8 el filme que se proyectaba era La carrera de la muerte (Death Race), una película que llegó a las salas en este año, protagonizada por uno de los chicos malos de los filmes de acción, Jason Statham.
El preámbulo de la película me pareció muy interesante, pues se trataba de una cárcel administrada por la empresa privada, donde la violencia se convierte en espectáculo. Un tema candente si tomamos en cuenta que aun en nuestra querida Costa Rica a algún político le pareció que sería una excelente solución al problema que significa para el Estado el mantenimiento y administración de los centros penitenciarios.
La salida fácil de nuestros gobernantes no es algo nuevo (si les damos el beneficio de la duda respecto de sus intenciones), y lo más sencillo es pasarle el problema a otros. Pero el verdadero problema inicia cuando la rentabilidad y los ingresos ilimitados son el objetivo y no los propios del servicio que se ha puesto en manos privadas.
En la película la rehabilitación de los presos no era el objetivo, pues lo que les interesaba era tener carne humana para sus espectáculos. Incluso, se llega hasta a inculpar a inocentes para tenerlos a disposición de las autoridades carcelarias y como peones de su juego. Vemos la violencia y el sufrimiento humano como mero espectáculo (cualquier similitud con los noticiarios de la actualidad es pura coincidencia) y un negocio para personas inescrupulosas.
Por mi parte, hubo escenas en las que no dejé de arrugar el rostro y traté de cubrirme los ojos (aunque vaya en contra de mi voracidad cinéfila), pues debo admitir que la violencia extrema no me parece fuente de diversión. Quizás se deba al hecho de que no acostumbro ver las noticias por la televisión; prefiero informarme leyendo periódicos o visitando sitios informativos en la internet (costumbre, la primera heredada, de mis padres).
Como se trataba de una visita al cine sin planificar, no tenía muy claro la película que elegiría; así que lo dejé a la suerte y el número 8 fue el favorecido. En la sala 8 el filme que se proyectaba era La carrera de la muerte (Death Race), una película que llegó a las salas en este año, protagonizada por uno de los chicos malos de los filmes de acción, Jason Statham.
El preámbulo de la película me pareció muy interesante, pues se trataba de una cárcel administrada por la empresa privada, donde la violencia se convierte en espectáculo. Un tema candente si tomamos en cuenta que aun en nuestra querida Costa Rica a algún político le pareció que sería una excelente solución al problema que significa para el Estado el mantenimiento y administración de los centros penitenciarios.
La salida fácil de nuestros gobernantes no es algo nuevo (si les damos el beneficio de la duda respecto de sus intenciones), y lo más sencillo es pasarle el problema a otros. Pero el verdadero problema inicia cuando la rentabilidad y los ingresos ilimitados son el objetivo y no los propios del servicio que se ha puesto en manos privadas.
En la película la rehabilitación de los presos no era el objetivo, pues lo que les interesaba era tener carne humana para sus espectáculos. Incluso, se llega hasta a inculpar a inocentes para tenerlos a disposición de las autoridades carcelarias y como peones de su juego. Vemos la violencia y el sufrimiento humano como mero espectáculo (cualquier similitud con los noticiarios de la actualidad es pura coincidencia) y un negocio para personas inescrupulosas.
Por mi parte, hubo escenas en las que no dejé de arrugar el rostro y traté de cubrirme los ojos (aunque vaya en contra de mi voracidad cinéfila), pues debo admitir que la violencia extrema no me parece fuente de diversión. Quizás se deba al hecho de que no acostumbro ver las noticias por la televisión; prefiero informarme leyendo periódicos o visitando sitios informativos en la internet (costumbre, la primera heredada, de mis padres).
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