Les copio el comentario de Pablo Calvi, publicado en Terra Magazine:
Sentado a la entrada de su casa rodante en un estacionamiento en New Jersey, la chaqueta de nylon azul polar desgarrada longitudinalmente en la manga izquierda y sin dinero para pagar la renta varios meses atrasada, Randy "The Ram" Robinson se decide a abrazar su última oportunidad. Ya han pasado casi 20 años de aquella noche de gloria en el Madison Square Garden. Miles fanáticos de la lucha, recuerda, compraron entradas para verlo desplegar con la fuerza de un toro sus mejores trucos, patadas voladoras y llaves al cuello en un combate histórico contra su acérrimo rival, el misterioso Ayatollah.
Hoy sin embargo la fuerza no es la misma y los músculos hinchados de esteroides duelen más que nunca cada vez que se apagan las luces del ring. Claro que el dolor físico no es lo que le afecta a Randy, ni tampoco el olor a fracaso que se filtra por detrás de la puerta de su trailer cerrado, sino el hecho de que son cada vez menos los que todavía lo recuerdan. Por eso, a pesar de todo, de la soledad, de un trabajo como changarín en un supermercado de segunda categoría, la oferta enciende una última luz de esperanza y seduce al luchador desde lo más profundo de su inocencia: "por qué no montar, 20 años después, una lucha de despedida, un combate final entre "The Ram" y Ayatollah".
La historia de Robinson, un ficticio luchador de catch ha llegado a los cines para convertirse quizás en uno de los regresos más memorables de los últimos tiempos. Por un lado, The Wrestler es el esperado retorno tras las cámaras del obsesivo director brooklynita Darren Aronofsky (Pi, Réquiem for a Dream). Pero el segundo retorno, mucho más inesperado y quizás por ello tanto más grato y conmovedor, es el de uno de los más legendarios chicos malos del Hollywood, el temperamental Mickey Rourke
"Soy apenas un pedazo de carne que se ha roto", le dice Randy/Rourke entre confesional y arrepentido a su hija luego de enterarse de que sólo podrá volver al ring a costa de su vida. La frase, que conjura la imagen de uno de esos perdedores eternos en los que se empeña Aronofsky, suena de maravillas en los labios hinchados, despedazados de un Rourke que ya perdió detrás de los abusos la media sonrisa entre sensual y filosa que fuera su firma en filmes como Nueve Semanas y Media o Rumble Fish.
Es que en The Wrestler se da una situación muy particular en la que el soñado regreso del personaje a la lucha y a la fama se mueve en paralelo al regreso del actor a las primeras planas y al centro de la pantalla. "Fueron diez años en los que hice casi todo como para dañar mi reputación, tomé muy malas decisiones y todo me lo debo a mí mismo", confesó Rourke durante una charla nocturna con David Letterman. "Pero el pasado es pasado".
Y sin dudas es ese pasado lo que emerge con suprema intensidad en el luchador que compone Rourke. Y ese es el principal motivo por el cual Aronofsky peleó con uñas y dientes para que el estudio aceptase el protagónico del ex sex symbol.
"Me consideraban inestable, decían que causaba problemas, y tenían razón", vuelve a confesarse Rourke ante las cámaras tras revelar que, como medida preventiva ante la inminencia de su contratación, el estudio redujo el presupuesto del film a unos magros seis millones de dólares. "Pero he cambiado, ya no soy ni el chico lindo ni el chico malo que fui".
Lindo, claro está, ya no es. Pero hay una complejidad que emana de ese rostro desfigurado y que resulta mucho más poderosa y cautivante que la sonrisa de antaño. Es que detrás de este nuevo rostro casi desfigurado se ven con claridad los restos de una búsqueda desesperada.
Según el director de The Wrestler esa fue la fórmula perfecta para que Randy, el luchador encarnado por Rourke, cobrase vida: unas gotas de frescura, la de un nuevo comienzo, una pizca de inocencia y vanidad bien derrotadas, y muchas pero muchas medidas de fracaso y de dolor.
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