Ayer mismo les escribí sobre la sensación que me embarga durante la época navideña y la forma en que me convenzo de que todos a mi alrededor comparten ese sentimiento. No obstante, el avance del día me hizo caer en la cuenta de que todo no es tan "lindo" como nos lo hacemos creer.
Tuve que salir a hacer algunos mandados y redescubrí lo terrible que es vivir en una urbe que, aunque no tan grande como la Ciudad de México, Nueva York o cualquier capital europea, sí es suficientemente grande y desordenada como para convertirse en un caos. Tomé conciencia nuevamente del hecho de que en la calle nadie te mira a la cara (porque si así fuera empezaríamos a sospechar), las personas caminan como si estuvieran solas en las aceras y se ignoran las normas de cortesía que en otro tiempo te obligaban a cederle el asiento a las personas mayores, a los niños y a las mujeres. Ahora tienen que emitir una ley para que nos obliguen a ceder el asiento a personas con capacidades reducidas o no aptas para el mundo que hemos construido.
Eso sin mencionar la lucha silenciosa (y a veces no tanto) entre peatones y conductores de vehículos; en la que los peatones cruzan la calle por donde se les ocurre y los conductores, si no te tiran el carro (cual toros en la plaza), te ignoran por completo y solo están pendientes de que la luz roja (que en su criterio no debería existir), se cambie a verde.
Esta es la realidad. Muy diferente de la ensoñación en la que caigo cuando llega el mes de diciembre. Pero estoy convencida de que depende de cada uno de nosotros transformar los sentimientos positivos que nos genera la época, en acciones donde la cortesía y las buenas costumbres (que no es la doble moral que ahora prevalece), tomen un lugar privilegiado; donde saludar a la gente, cruzar miradas y sonrisas a las personas que nos topamos, ceder el campo a las personas mayores, a los niños y a las mujeres (que caballerosidad no es debilidad), serán las armas que faciliten la lucha contra la deshumanización del medio.
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