Ayer, en la clase de Derecho Penal, el profesor nos comentaba el caso de unos jóvenes estudiantes que fueron atrapados in fraganti, mientras pintaban grafitti en las paredes del Museo Nacional. Se trataba de la fachada que da a la Plaza de la Democracia, la que están pintando de un bonito color amarillo, luego de rellenar los agujeros que dejaron las balas disparadas contra el cuartel durante la guerra del 48. Lo interesante era que el grafitti era una protesta por borrar (o pintar) la historia nacional, que también está construida sobre la sangre de muchas personas.
Llama la atención que sea desde el mismo templo de la cultura nacional (sea, el Museo Nacional), desde donde se esté borrando de un plumazo nuestra historia, como si en nuestra historia nunca hubiera habido guerras y muerte y siempre hubiéramos vivido en paz y armonía. Ese aprovechamiento del discurso pacifista por cuestiones políticas e ideológicas no lo compartimos; amamos la paz, pero debemos escribir el discurso pacifista a partir de nuestra experiencia y la de nuestros padres y abuelos; y es en las huellas materiales que se conservan en los edificios que son patrimonio histórico, donde podemos encontrarla inscrita.
Solo podremos apreciar la paz que hemos gozado las últimas generaciones, por el recuerdo del dolor que produjo la guerra en las que nos precedieron. En una época en la que vuelven a dominar las diferencias abismales entre los ricos y los pobres, y donde cada vez está más endeudada la clase media (soporte histórico del equilibrio de clases en nuestro país), es importante que las decisiones que se tomen consideren la historia; sino, todos los errores se volverán a repetir (como está sucediendo en la actualidad).
27 de noviembre de 2008
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